Seis días antes de la Pascua… Las cosas estaban realmente difíciles. Las actuaciones de Jesús hicieron que su vida fuera echada a suerte y, por eso, la decisión era matarlo. Cuando Jesús pusiera un pie en el templo debía ser detenido. Los sacerdotes y los fariseos se habían puesto de acuerdo y ya todos habían recibido la orden. Jesús no se había cuidado. Desde el día de la purificación en el templo, cuando hizo el látigo y expulsó a los que cambiaban monedas y vendían animales, su vida se había puesto en riesgo, se expuso ante todos y todas. Así se replicaron los encuentros de amor. Amor que puso su vida en riesgo.
Un riesgo que no era inconsciente, pero donde la decisión de dar vida era más fuerte que las condiciones que se dieran para quienes querían arrebatársela. Jesús había sanado públicamente al enfermo en la piscina de Betesda , había realizado la multiplicación de los panes , había estado con la mujer adúltera . Su nombre, sus acciones, su persona, no era desconocida. Pero Jesús no se encontraba solo. Jesús sólo podía ser entendido en comunidad. Junto a él siempre había otros. Sus íntimos. Aquellos con quienes compartía lo profundo de la cotidianidad del día a día y del actuar de Dios en sus entrañas. Esa comunidad estaba formada por hombres y mujeres, que en el paso del tiempo se emocionaban de sus palabras y el amigo entrañable se había transformado en el Maestro. Alguien de gran sabiduría, que los invitaba a todos a llevar su vida más allá de lo estipulado por la ley, amar sin condiciones, amar como el Padre que está en los cielos. En esa intimidad los amigos confiaban en él, quizás no siempre le entendían, pero sí intentaban hacer camino. Jesús era un itinerante, no sabía donde recostaría su cabeza al llegar la noche, pero el Nazareno no se preocupaba, su comunidad sencilla, le prestaba en una u otra casa lugar para reposar el cuerpo, y si el camino los hallaba en medio de la noche, siempre había alguno dispuesto a mirar junto con él las estrellas y alabar al Padre por haber revelado lo grande a los pobres y sencillos, y no a los sabios y entendidos. Jesús apreciaba el Don de la amistad, y por sobre todo el ser comunidad. Jesús no se entiende sin esto. No es solo. Porque para vivir como él nos había invitado a vivir, debía ser desde el amor y el servicio. No tener pertenecías personales, no tener grandes resguardos ni herencias, vivir sencillos, sabiendo que el Padre cuidaba por cada una y cada uno… cuidaba hasta el último de nuestros cabellos.
Jesús estaba cansado. Las amenazas antes de llegar a Jerusalén no eran broma. Sabía lo que estaba en riesgo. Hace poco Lázaro había muerto, y él, después de llorar por la muerte de su amigo, le había pedido al Padre que hiciera un milagro y nuevamente le otorgara la vida. Este signo de nueva vida nos había despertado como comunidad. Nos había colocado en la tesitura de la vida y de la muerte, y habíamos aprendido que la muerte no tiene la última palabra. Sólo Dios la tiene. Jesús en medio de la intemperie de su corazón por lo que acontecía en el exterior decidió parar y vivir una noche en la intimidad del hogar. Esa común unidad que nos había enseñado a ser, esas casas, cualquiera de ella, donde se pasaban las horas y el rato, eran lugares sagrados donde habitaba Dios, pues Jesús siempre hablaba de su Abbá, nos contaba tantas historias, del campo, de tesoros y perlas perdidas, de ovejas que se perdían y de pastores que dejaban a todo un rebaño por ir en busca de aquella que se perdió. Nuestras mesas y nuestros patios pequeños se habían convertido en lugares donde la palabra de Dios se hacia viva como nunca, ahí en la pequeña comunidad Jesús desde su alegría, disponibilidad y servicio nos había enseñado a amar. Jesús siempre se reía conmigo.
Yo al ser la más pequeña de mis hermanos siempre daba la nota. Pero es que no solamente era una joven alegre y risueña. Sino que realmente cada vez que escuchaba a Jesús hablar, el corazón se me aceleraba. Muchas veces llegué a pensar que Jesús me gustaba, cada vez que aparecía el Nazareno, mis ojos y mis oídos no se podían despegar de él. Marta, mi hermana se había dado cuenta, pero al morir nuestra madre, de joven edad, ella siempre se hizo cargo de las cosas del hogar. Yo también, pero cuando Jesús aparecía, realmente para mí no había nada más importante. Jesús también así lo entendía, y una vez que Marta me rezongó a él y a mí porque yo no estaba ayudando y me había colocado a sus pies, Jesús me defendió. ¡Dios mío! Cómo se enojó Marta al comienzo, pero después me entendió. Cuando Lázaro murió yo realmente en mi pena me turbé y hasta me enojé con Jesús, llegué a sus pies, ¡y le dije! “Si tu hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Tanto era mi desconsuelo que Jesús se turbó, él también lloró. Cuando sucedió el milagro, mi corazón no alcanzaba en su alegría, pero había algo más allá que sólo una alegría por lo acontecido. Jesús me había hecho cruzar una barrera, la humana, la real y encarnada en nuestros cuerpos, y me había hecho caminar por el sendero de la alianza que es perpetua, que dura para siempre. Jesús nos y me hizo creer, y algo en mí se transformó. Ese milagro le costó la vida. Y seis días antes de la Pascua… Jesús estaba en el patio de la casa, en la intimidad, cada uno estaba sentado en unos troncos pequeños de madera, mientras el fuego que Lázaro había preparado se quemaba de a poco.
Jesús traía a la memoria la Pascua de nuestro Pueblo, pero también volvíamos sobre aquellos libros sagrados y sobre las maravillas que había hecho nuestro Dios. Las estrellas brillaban como nunca, la luna que hacia camino para estar llena iluminaba la noche, y Jesús recordaba el misterio de la creación. De pronto caímos en la cuenta, seis días para hacer la creación… seis días para celebrar la Pascua. Misteriosa coincidencia… Pero, ¿realmente habrá sido coincidencia? Algo me hacía sentir que no, que no era una coincidencia lo que había pasado con mi hermano, no era una coincidencia el cambio que yo sentía, después que esa intimidad con el Padre Dios nos había abrazado. Una nueva creación. Un tiempo nuevo…. ¿Qué se avecinaba? Jesús llegó turbado. Se le notaba en su cuerpo. El Nazareno compartía y nos explicaba las escrituras como siempre lo había hecho. Pero a veces se quedaba en largos silencios y nos miraba a cada uno y cada una, detenidamente, como recordando la historia personal y comunitaria que se había tejido a lo largo de estos años. Jesús tenía claro lo difícil del contexto en el que estábamos, sabía que su vida estaba echada a suerte y sabía que cada encuentro, cada palabra, lo acercaba más a un futuro doloroso del que quizás no había escapatoria. Yo lo miraba, estaba frente a él en esa noche, el fuego lo hacía verse hermoso, distinto. En sus ojos brillaba la hoguera. Algo en su silencio me hacía unirme a él. Mi cuerpo también comenzaba a turbarse. Era hacerse cuerpo, comunión, con el dolor del amigo. Ese que me había cautivado y había hecho que todo en mi vida cambiara.
Marta nos llamó, y dijo que la cena estaba servida. Jesús ansiaba compartir la mesa. Quería que todos nos sentáramos alrededor, el olor de la comida ya había impregnado la pequeña casa, y aquello hacia recordar tantos momentos. Tantas conversaciones, tantos gestos amorosos. Se me venía a la memoria Jesús mirándome con inmenso cariño y diciéndole a Marta que la mejor parte, la que yo había descubierto, no me la quitaría. La cena fue de compartir recuerdos, los años parecían tan pocos, y claro, realmente eran pocos. La pasión con la que vivíamos ese encuentro con Dios, que Jesús nos explicaba y buscaba tantas imágenes para poder hacerlo. A veces, después de la resurrección de Lázaro, tenía la sensación de que ya no necesitaba más imágenes, algo me unía al Padre, y algo me unía entrañablemente al amigo – maestro. Los apóstoles estaban alrededor, la comunidad reunida. Esa comunidad íntima y amada, abierta hasta el último momento, sin puestos, ni roles, que discutía por no entender muchas veces lo que vivía, pero sin duda, esa comunidad que se había aprendido a amar. Amar y servir. Una comunidad sobre todo para los más pobres, los que más sufren, los que más necesitan el consuelo del Señor. Con Jesús teníamos historia. Nos sabíamos, nos conocíamos, nos palpábamos. Jesús sabía cómo latía mi corazón y yo había aprendido a leer los signos del Maestro y escuchar cómo también él palpitaba. De pronto mi corazón se desconsoló. Mi mirada se cruzó con la de Jesús, su silencio y su mirada intensa me hacían darme cuenta de que ese momento era vital. El tiempo había llegado. La noche no podía esperar más. En mi corazón resurgieron las palabras del cantar de los cantares, “Mientras el rey se halla en su diván, mi nardo exhala su fragancia” .
Jesús era mi Amigo, mi Maestro, mi Rey. Recordé que con Marta habíamos ido al mercado a comprar perfumes para el cuerpo de mi hermano. Para ungir en su cuerpo después de su muerte. Muchas veces en la historia de nuestro pueblo las mujeres han honrado a sus reyes con fragancias que los purifican. Pensaba en esas mujeres, servidoras de aquellos hombres, y pensaba en mi buen Amigo y Maestro. ¿Acaso mi vida no había cambiado total y absolutamente al ponerme en jaque por la Palabra de Dios? ¿Acaso sus gestos de amor con tantos pobres no habían hecho de mí una mujer nueva? ¿Acaso no estaba yo dispuesta a hacer lo que fuera por amor? Jesús estaba sufriendo, y yo quería regalarle un gesto de amor, no importaba si otros pensaban que me rebajaba al ungirlo y poner mi cuerpo como el instrumento más humilde y sagrado para quien reconocía a la vez como mi maestro y Señor. Lo que vendría más adelante, en esa noche, su cuerpo herido me lo reveló. Mis ojos habían aprendido a contemplarlo, y él, el Amado, me lo había compartido en el silencio de la cena. No lo pensé más veces, fui hasta la despensa y saqué de ahí el perfume más caro. Ese que ni siquiera nos habíamos atrevido a usar en Lázaro, para cuando pasáramos necesidad. Lo tomé, volví a la habitación, y sin pensarlo más, lo abrí, me arrodillé a los pies de Jesús, lo miré y mi vida entera atravesó esa mirada. La fragancia del perfume se coló en toda la habitación. Estando a sus pies, tomé el perfume y los ungí con extrema delicadeza. Todo lo que había entre él y yo desapareció por ese momento. Era un vínculo sagrado. Luego, ante la mirada de todos que habían hecho un silencio total, tomé mi cabello, y mi pelo largo quedó ante su cuerpo que no se movía. Con delicadeza cogí mis cabellos y sequé sus pies, despacio, delicadamente, primero uno, después el otro. La intimidad propia que se había dado entre él y yo, ahora era compartida por toda la comunidad. Jesús que nos había enseñado a amar, nos permitía devolverle el gesto, y preparar su cuerpo, y más que su cuerpo, su espíritu. Solo el amor más grande, más perfecto… el de la fraternidad, permitía que viviéramos juntos ese momento. A lo lejos se, escuchó una voz, la de Judas, que alegaba por no haber gastado ese dinero en los más pobres. Pero realmente Judas, no pensaba en eso. Judas pensaba en sí mismo. Y algo de eso, todos lo intuíamos. En vez de estar volcado en el encuentro comunitario, se encontraba alejado, en vez de optar por los signos de vida, se mantenía al lado de la hoguera, hasta que esta cesó. Y ya no hubo fuego que alumbrara. Antes de apagarse las últimas llamas, Jesús con misericordia, lo miró y le dijo. “A los pobres siempre los tendrán con ustedes, pero a mí no siempre me tendrán”… y cuando termino de decir esas palabras, el fuego se apagó, y Judas se alejó…
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