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  • Foto del escritorMaría José

berenice... la verónica


Muy temprano, al despuntar el alba, mi cuerpo cansado se arrastró desde el suelo y se intentó incorporar. Así, día tras día, sentía el movimiento de cada una de las partes de mi cuerpo como una tortura. Hace tanto tiempo había perdido las esperanzas, hubiera preferido la muerte, pero aquí estaba yo, Berenice, sin poder erguir mi espalda, sin poder mirar a otros a los ojos, sola con mi realidad estrecha que recordaba que mi suerte estaba echada, que Dios se había olvidado de mí, que yo no tenía la bendición de Yahvé.


Ni siquiera esa misericordia había tenido conmigo, como hubiese deseado que alguien me quitase el aliento y no tuviera que repetir día tras día la misma rutina que gritaba mi triste verdad: que soy una mujer desdichada, basura de Israel. Me levanté, intenté hacer algunos movimientos que me permitieran transitar de un lado al otro, me arreglé y me puse los velos, como lo hacía cada mañana para salir a la calle, a buscar de la misericordia de otros lo mínimo para vivir. Nada tenía de distinto aquella mañana, la mirada levantada un poco más allá del suelo, el dolor de la clavícula deformada, la cintura tirante, y los ojos en ese ángulo que se pierde entre el suelo y la cintura de la gente.


Sonó el ruido de la tetera, el humo del agua hirviendo salía, preparé lo mínimo que podía darle a mi cuerpo esa mañana y cerré la puerta de casa como lo había hecho tantas mañanas. Sí, la historia había sido así, mis huesos encorvados me hacían recordar el dolor que había tenido que vivir, los insultos que había tenido que escuchar, en silencio, con obediencia sumisa, me había acostumbrado a mirar el suelo, no podía mirar de frente, aquello era una afrenta, sólo podía callar. A los pocos años ese hombre me dejó, no tuvimos hijos, así es que quedé sola. No sé si era peor o mejor, por un lado, él ya no estaba, me había dejado, pero por otro ya no tenía familia, y estaba sola. Mi vida estaba tirada a la suerte, o a la misericordia que yo creía no tenía Yahvé.

Salí, las calles estaban recién iluminándose, me dirigí hacia la sinagoga, para ver si algo de esas ofrendas para los pobres podía llegar hasta mi mano. Caminé las mismas calles, en absorto silencio, nadie me hablaba, nadie me miraba, para nadie existía. Las calles angostas, hacían que me acercara con mi mano a las frías paredes que se encontraban en mi camino. Finalmente llegué a las afueras del templo y me quedé ahí, como lo había hecho durante todos estos años. Me había convertido en una mujer mayor.


Aquella mañana había un ruido especial, a medida que avanzaban las horas la gente se comenzaba a congregar, los pies iban y venían, de a poco se iba levantando un bullicio único, el alboroto de pies hacia que hubiera mucho polvo y eso hizo que yo comenzara a toser con mucha fuerza. Sentía como mis pulmones de ahogaban. De pronto alguien se acercó a ayudarme, y le pregunté: “¿Qué pasa? ¿Por qué tanto alboroto?” Ella me miró y me dijo: “Mujer, ¿no sabes quien está aquí?” “No”, le contesté. Y ella me dijo: “En el templo está Jesús, el Nazareno. Se ha juntado mucha gente para escucharle y para ver si lo que otros dicen es verdad, dicen que hace milagros y que sana a la gente enferma”. Cuando ya me sentí mejor, aquella mujer se comenzó a alejar.


En mi silencio, en mi cárcel interior, me dije a mi misma: “Alguien que sana... ¿no será un nuevo profeta falso que se viene a reír de nosotros?” Es tanto el dolor que este pueblo sufre que ciertamente escuchamos a cualquiera.

El tumulto se acercaba entorno a mí, y los gritos de la gente cada vez se hacían más cercanos. La mujer que había estado conmigo, se agachaba para mirarme y de pronto dijo una frase: “El Maestro quiere verte”. El corazón me palpitó por mil, no alcanzaba a entender el todo de esas palabras, y, ¿cómo lo vería? Yo no puedo mirarle a él. De pronto, una mano fuerte agarró la mía. Hace tantos años, hace dieciocho años que no sentía la mano de un hombre tocando la mía. Era mano grande, se sentía callosa, trabajada. De pronto sentí como se agachaba hasta a mí. Vi sus ojos. Tenía frente a mí a un hombre con unos ojos luminosos, su mirada era especial, alguien después de tantos años me miraba, de mis ojos empezaron a salir lágrimas, y él con su otra mano delicadamente las secaba. De pronto, el hombre se enderezo, su mano tocó mi hombro, y con voz firme, dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad…. Silencio…. Profundo silencio…. Nada se escuchaba todos los ruidos se habían callado, y aun si poder mirarlos, sabía que todos los ojos me estaban mirando. De pronto mi cuerpo se comenzó a mover, no podía hacerlo al instante, sentía miedo, miedo de lo que pasaba, mis hombros, mi cuello, mi cabeza, todo comenzó a soltarse, hasta que de pronto volví la mirada hacia arriba. Él me miró con ternura, y me dio la mano nuevamente para que yo pudiera pararme. Como corría la sangre y el oxigeno por el interior. Al comienzo me dolía y de pronto se transformó como en una vertiente de vida que todo lo llenaba y movía[1].


De mi boca salió un grito de alabanza a Dios[2]. Yahvé después de tantos años se había acordado de mí, sus ojos me habían mirado y su misericordia había actuado, como lo había hecho siempre de generación en generación[3]. Mi corazón volvió a latir y de mi boca solo podían salir alabanzas. De pronto todos comenzaron a gritar de nuevo, pero lo que me llamó la atención era la seguridad que salía de aquel hombre, que me habían dicho se llamaba Jesús.


“¿Cómo puede ser —le dijo el jefe de la sinagoga— que sanes en sábado, no te das cuenta de que eso está prohibido por nuestra ley?” Jesús se enojó, y les dijo: “Hipócritas, ¿no ven el sufrimiento de esta mujer?, ¿acaso no había que desatarla de su atadura por ser sábado?[4], la gente comenzaba a murmurar, la mujer que lo había llevado hacia a mí estaba a mi lado, y ella sonreía… sonreía como si la vida se le fuera en esa sonrisa.

La tarde llegó y los invité a mi casa. Nuevamente aquello producía revuelo, era la casa de una mujer sola, pero quería que Jesús se sentara en mi mesa, y que también María —así se llamaba la mujer que me había ayudado— estuviera también. Jesús invitó a mi casa a algunos de los que andaban con él, unos pocos hombres y unas pocas mujeres. Fue una velada maravillosa, hasta que las velas se fueron consumiendo. Pasada la tarde, ya casi al llegar la noche, Jesús se levantó y me dijo: “Gracias, Berenice, por haberme invitado a tu hogar. Es tarde y debemos partir, mañana saldremos temprano”. Le agradecí que viniera y me despedí. Antes de que salieran todas y todos de la casa, me acerqué a María y le pregunté donde estarían mañana, me dijo que al amanecer se pondrían en camino y se pondrían en rumbo a Jerusalén. Eran algunos días de camino. Agregó además que esta noche la pasarían en la casa de Saúl. A la mañana siguiente, me levanté temprano. Aun sabiendo que soy mayor, me sentía como una chiquilla, la alegría no me soltaba. Llegué a la casa de Saúl y en el patio estaban reunidos antes de partir. Jesús me miró y me dijo, “¡Berenice!” Lo único que pensé es que recordaba mi nombre. Me sonrió. Sin pensarlo mucho, le pregunté a Jesús: “¿Puedo ir con ustedes?”. Nuevamente me miró, como si estuviera leyendo mi corazón, como si me conociera, como si hubiera sabido toda mi historia, y me dijo, “Sí, ven con nosotros”.


A media mañana de camino, iba contemplando quienes acompañaban a Jesús, me llamaba la atención la cantidad de mujeres que le acompañaban, mujeres que como yo se habían admirado del Maestro. Algunas las conocía, había escuchado hablar de ellas, estaba María, llamada Magdalena, Juana, la mujer de Cusa, administrador de Herodes; Susana y muchas otras[5]. En el camino se veían como parte activa de la comunidad. Además, me enteré que todas ellas ayudaban con sus propios recursos a Jesús y sus discípulos. Así transcurrieron los días, pasando de pueblo en pueblo. A todos los lugares donde llegábamos, nos estaban esperando. Parece que la noticia del Nazareno, y ese mensaje que anunciaba el Reino de Dios, se extendía más rápido que nosotros por el camino. En cada lugar, Jesús se detenía y conversaba, contando historias sin cansarse, para que pudiéramos comprender como era el Reino. Aquello era tan maravilloso. Al día siguiente, muy temprano, llegamos al Templo. Se había reunido muchísima cantidad de gente. Jesús comenzó a contar historias, mientras la gente se acercaba más y más. De pronto, se abrió paso entre medio de todos, y vio a un hombre que se encontraba echado en el camino. Se agachó, lo miró y dijo muy fuerte: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; entonces apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, hereden el Reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me dieron de beber; fui forastero y me recogieron; estuve desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y fueron a verme”. Entonces los justos le responderán diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero y te recogimos, o desnudo y te vestimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?”. Respondiendo el Rey, les dirá: “De cierto les digo que en cuanto lo hiciste a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí lo hiciste”[6]. Lo tomó de la mano, lo puso de pie ante él, lo abrazó y lo besó en la frente.


El silencio se volvió a apoderar de todos nosotros. Aquello que habíamos presenciado era un acto de amor profundo y deliberado. Hablaba de una libertad sublime, de la que aquel nazareno se había apropiado, sabiéndose hijo del Padre. Aquella comunidad de hombres y mujeres, esa pequeña comunidad, había aprendido lo más importante de ese amigo y Maestro, el amor. El amor a los pequeños, el amor a los que sufren, el amor a los que son víctimas de la injusticia[7]. Les había y ahora me había enseñado, que nuestra historia es historia sagrada, que todo lo que somos y tenemos debe estar dirigido para amar. De pronto, se escucharon gritos, y vimos salir a los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos del pueblo que se reunieron en el patio del sumo sacerdote, llamado Caifás, y lo más probable es que ahí la vida de Jesús corriera peligro[8].


….. La multitud no dejaba ver, los gritos eran ensordecedores, los soldados romanos habían hecho un cordón y no permitían que nadie lo pasara. La gente se aglomeraba en el camino y le gritaban insultos, y toda clase de improperios. Jesús tenía el rostro desfigurado, ya había caído una vez en el camino. Su espalda estaba desgarrada, llena de sangre, herida por los latigazos que le iban pegando. Su cuerpo parecía que estaba totalmente roto, el madero que llevaba era mucho más grande que él, parecía que el mundo entero estuviera en el peso de ese madero. Jesús sangraba y mucho, en medio de tantos gritos, de tantas burlas, un grupo de mujeres con las que había venido se encontraban cerca de ese cordón y lloraban desconsoladas[9]. Sostenían a María la madre de Jesús, que firme, pero con la mirada y el corazón destrozado caminaba cerca de Jesús. Era morboso la humillación que le hacían vivir, Jesús tropezó de nuevo, en el camino iba un hombre, lo tomaron los soldados y lo obligaron a cargar junto con Jesús la cruz[10]… las mujeres lloraban con el corazón rajado, Jesús con el rostro absolutamente herido y mutilado se devolvía a mirar hacia aquellos que se encontraba. El grito, el llanto de las mujeres no le era desconocido. Cerca de cuántas de esas mujeres había estado, tenía historia con ellas, conmigo, no le éramos desconocidas. En ese momento de tanto dolor, Jesús aún sufría, y no por él, sino que por nosotras. De pronto, un soldado lo detuvo, y de la nada, con un grito que me salió del alma, mi cuerpo sanado por Jesús se aventó sobre el tumulto, pasé gritando por encima de tantos y rompí el cordón de los soldados. Jesús me miró, apenas lograba mantener la mirada fija. Rasgué el género de mi velo, y con ese paño que llevaba, le acaricié su rostro, como hace semanas atrás, él había acariciado el mío[11]. Él me había enseñado a amar, y me había enseñado a poner en riesgo la vida por ese amor. Él me había enseñado que quien ama al que sufre, está amando a Yahvé. Mi amor no podía abandonarle, mi mano lo acarició por última vez. De pronto de sus labios surgió esta petición: “Mujer, no llores por mí, mujeres, no lloren por mí, lloren por ustedes y por sus hijos”[12]. El Soldado le volvió a pegar un latigazo y Jesús me miró, y siguió cargando la cruz. Ese fue el último instante en que sus ojos se cruzaron con los míos. A las tres de la tarde, de ese día, Jesús expiró[13].


María José Encina Muñoz.

Hermana Comunidad Adsis. [1] Lc. 13, 10-12. [2] Lc. 13, 13. [3] Lc. 1, 54-55. [4] Lc. 13, 14-17. [5] Lc. 8, 1-3. [6] Mt. 25, 31-40. [7] Mt. 5, 1-12. 44-48. [8] Cf. Mt. 26, 55. [9] Lc. 23, 27. [10] Mt. 27, 32; Mc. 15, 21-22; Lc. 23, 26. [11] Aunque este relato no figura en los textos evangélicos, San Francisco de Asís lo recoge en la sexta estación del Vía Crucis tradicional que él escribió. Al parecer, la imagen de este episodio provendría de uno de los apócrifos, el Evangelio de Nicodemo. Con todo, el mundo cristiano lo ha considerado siempre verídico, y la propia Verónica es reconocida como santa. [12] Cf. Lc. 23, 28. [13] Mt. 27, 50; Mc. 15, 37; Lc. 23, 46; Jn. 19, 30.

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