Aquel día todo fue silencio, un sábado de muerte, lo que habíamos vivido el día de ayer era inhumano, el corazón roto, la garganta apretada, el silencio perpetuo. Los hombres habían cerrado las cortinas de la casa por miedo a aquellos que nos estaban buscando para apresarnos y seguramente correr la misma suerte que Jesús. Además de todo el dolor que estábamos sufriendo, el miedo, el terror a terminar viviendo lo mismo, hizo que nos escondiéramos y que la oscuridad nos mostrara como la esperanza se había extinguido. María estaba sentada a unos pies de distancia de mí, su mirada parecía perdida, pero en su silencio había algo distinto, no había miedo, había dolor, pero paciente, como si en ella hubiera una luz, una que le hacía en ese día recorrer la historia de amor que había vivido con Jesús.
Yo por mi lado, mientras recorría mi historia con él, más terrible se hacía mi existencia. Recordaba la primera vez que me miró, cuando ante mi dolor, del que todos se espantaban o mofaban, él me miró con tanta fuerza que sentía como cada parte de mi cuerpo vibraba ante aquel encuentro. Yo estaba tirada en el suelo, en un rincón de esa pieza oscura, con unos trapos que hacían de ropa, y con la cabellera sucia y enredada. Mis ojos se escondían de aquellos que aparecían, me sentía como si fuera un animalito indefenso, del cuál todos tenían miedo, y a quienes yo tampoco dejaba se acercaran.
Una mañana, casi al mediodía, la puerta se abrió, a la oscuridad que todo lo rodeaba, entró una luz que hizo un camino desde la puerta hasta mi esquina. Bajé rápidamente la mirada, y me volví sobre mi misma para replegarme ante cualquier intento de encuentro físico con aquel que entraba. Tuve mucho miedo. Entró calladamente, sus pasos fueron sigilosos, los que venían con él se quedaron afuera. Solo estábamos los dos. Después de acercarse un tanto, y de quedar a un metro de distancia de donde yo me encontraba, sentí como este hombre se agachó. Quedó a una altura cercana a la que yo me encontraba, el silencio se hacía ruido, y las palpitaciones de mi corazón parecían unas campanadas incesantes. De pronto, de sus labios salieron unas palabras: ¡María!... suavemente, como si quisiera acariciarme, ¡María! Sus palabras llegaban hasta mi cuerpo, ¡María! Sus palabras me abrazaban. ¡María, no tengas miedo! Sorpresivamente, mi cabeza salió de su escondite, y lentamente fue subiendo la mirada, mientras que, con mi brazo, escondía debajo de mis ojos mi nariz y mi boca. ¡María, no tengas miedo, soy Jesús! Mis ojos se clavaron en los de él. Su cuerpo se mantenía en la misma posición, me esperaba, pacientemente me esperaba. En un momento, mientras nos manteníamos en contacto, él se acercó despacio, y estiró su mano derecha, tomó la mía que cubría mi rostro, y me dejó al descubierto.
Me di cuenta de que la puerta seguía entreabierta y por ahí se colaban algunos rayos del sol, Jesús se acercó un poco más, está vez hizo un nuevo movimiento con su mano y me ayudó a sentarme. Ya no estaba tan acelerada, al contrario de a poco me iba calmando, como el aire que entra y sale despacio de los pulmones. Me senté, y Jesús se sentó frente a mí. Volvió a decir María. Y agregó. Hace tanto tiempo que deseaba conocerte. Yo lo miré desconcertada, y de manera extraña me comencé a reír. ¿A mí, a mí me querías ver? ¿Qué tengo que ver yo contigo? Se que eres el maestro del que todos hablan, ¿pero, por qué estás aquí en mi casa? ¿acaso no sabes quién soy? Jesús me miró fijamente, pero de sus labios apareció una gran sonrisa, ¿Tu crees, que yo no podría saber quién eres? Claro que se quién eres mujer. Eres María. María Magdalena. ¿qué más tendría que saber?
Lo miré con cara de burla, y le dije claro… ¿y no sabes nada más?... María claro que sé más, conozco tu corazón, conozco lo profundo de tu corazón y lo más importante que debes saber y yo lo sé, es que Yahvé te ama, así como eres. Yavhé conoce tu sufrimiento, Yavhé sufre contigo. Y por eso yo estoy aquí. Él que es un Padre bueno, no quiere que sigas sufriendo. Lo más importante lo sé. Eres María, y yo soy Jesús. De la nada, Jesús se volvió a mover, y esta vez quedó al lado mío. Su hombro tocaba mi hombro. Jesús guardó silencio y se quedó así, cerca de mí. Comenzó a hablarme de las escrituras y a decirme que Yavhé no quiere el dolor de sus hijas e hijos. Y que mi sufrimiento desaparecería, que ningún hombre más me haría daño. Que él estaba aquí, para decirme que soy profundamente amada. Así como Yavhé lo a repetido de generación en generación.
De pronto volví a la oscuridad de la casa, escuchaba las voces de algunos de nosotros, que peleaban entre ellos. Algunos decían que debíamos quedarnos ahí, otros que debíamos irnos, que era peligroso. Que nuestra vida estaba echada a suerte. Por otro lado, las mujeres estaban preocupadas por como Jesús había sido sepultado, faltaba el ritual de ungirlo con los perfumes para su muerte. Todo había sido tan rápido que nos habían quitado hasta ese privilegio. De hecho, algunas mujeres se habían quedado mirando desde lejos para ver donde lo ponían.
La oscuridad de esa casa me hacía recordar la oscuridad en la que yo había conocido a Jesús. Lo siguiente que él hizo después de estar bastante tiempo sentados juntos, fue pararse y abrir las ventanas de la casa, nuevamente mi impulso fue agacharme, pero Jesús delicadamente me tomó de la mano y me dijo no hay nada que temer. Luego se aproximó a la puerta, habló con alguien, se escuchaban muchos murmullos, se volvió hacía mí y me dijo; María, va a entrar mi Madre, ella te ayudará hoy y cuidará de ti. Su nombre es igual al tuyo. Se llama María.
Las discusiones habían aumentado, ahora ya no sólo eran los hombres por un lado y las mujeres por el otro, sino que ahora todos los hombres les discutían a las mujeres, que lo de los perfumes había que dejarlo. Que era imposible acercarse al lugar donde habían enterrado a Jesús, que si las atrapaban nos podrían a todos en peligro. Yo que me había quedado sentada, me acerqué a María, así como Jesús se sentó esa vez al lado mío para que pasara mi dolor, decidí sentarme a su lado y acompañarla, como él me enseño a acompañar. Tomé a María de la mano, así como ella había tomado la mía, y en silencio aprendí a esperar.
Lo que las mujeres decían a mi me parecía sumamente importante, era totalmente necesario hacer el ritual de ungir a Jesús, también era cierto lo que decían los hombres, pero cómo no nos íbamos a acercar una vez más a su cuerpo. Yo no lo soportaba, necesitaba estar cerca de él una vez más, no importaba el riesgo que eso implicara. Mi Jesús, mi amado Jesús. Así fue pasando el día, discusiones, silencios, soledades. Cada uno vivía las cosas de manera distinta. Así llegó la noche, cada uno buscó su lugar, y arropados con lo que teníamos nos fuimos preparando para que el sueño se apoderara de nosotros y rogarle a Yavhé que en el dormir mitigara el dolor que nos tenía por dentro quebrados.
Al día siguiente, el primero de la semana, algo me removió. Cómo si alguien me estuviera despertando de esa pesadilla en la que se encontraba mi vida desde que vi a Jesús expirar en aquel madero. Mi dolor era tan fuerte, que sólo tenía que ver su cuerpo una vez más. Si no lo veía con mis propios ojos, si no veía su cuerpo muerto, si mis manos no ungían su cuerpo, esta pesadilla no tendría final. Mi Jesús había muerto y yo había muerto con él.
Sin pensar en las consecuencias que esto podría tener, sin pensar en las discusiones que esto generaría, me levante sigilosamente, tomé los perfumes que habían preparado las mujeres, y sin hacer ruido me fui. La oscuridad me perseguía envuelta en ella, el camino hacía el sepulcro también era totalmente oscuro. Esa oscuridad me turbaba, todo era perdido. Afuera y adentro era igual, así como esa noche oscura, sin estrellas que iluminen, mi alma estaba perdida, tanto como lo estaba ese día que Jesús entró en mi casa. Pareciera que esos demonios que él había sacado de lo profundo de mi corazón me estuvieran rondando y se apoderarán de mí. Oscuridad, maldita oscuridad.
Caminé con mucho cuidado, por las calles no se veía ninguna persona, mientras más me acercaba al sepulcro, más se aceleraba mi corazón. Cuando ya me encontraba a unos metros del lugar, miré hacía donde habían puesto a Jesús, y mi corazón se rompió cuando al mirar la piedra que tapaba el sepulcro me di cuenta de que esta ya no estaba.
El miedo me agarró, la rabia contra el mundo se apoderó de mí, y corriendo, en medio de esa oscuridad, regresé tan pronto como pude de vuelta a la casa a decirle a los demás lo que había pasado. Llegué a la casa y abrí la puerta de un empujón, los demás aún seguían durmiendo, en medio de la agitación en la que venía, el miedo y la rabia que sentía, les grité a todos y todas que la piedra que tapaba el sepulcro ya no estaba. Nos han quitado lo que nos quedaba de Jesús.
Pedro y Juan, salieron corriendo tan pronto como pudieron, yo les seguía desde más atrás, Juan que era más joven, llegó primero al sepulcro, pero no entró, al llegar Pedro, entraron, yo me quedé afuera, ambos vieron los restos que quedaban, los lienzos y el sudario. La cara de ambos fue de sorpresa, al parecer una cierta certeza se apoderó de los dos, en sus cuerpos se podía ver la luz de la esperanza. Salieron del sepulcro y se regresaron.
Ya estaba despuntando el alba, yo me quedé junto al sepulcro, lloraba desconsoladamente, sentía como si alguien me fuera agarrar el corazón y me lo quisiera quitar. Me habían arrebatado todo, lo más importante de mí vida. De pronto en el lugar vi a dos hombres, y me preguntaron qué porque lloraba. Les dije porque se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto. Ese miedo de no verlo más, ese miedo de que me quitaran esa presencia que yo necesitaba, me aterraba.
Detrás de mi sentí unos pasos, un hombre estaba a mis espaldas. Yo no le conocía, así como tampoco a los que me habían preguntado qué me pasaba. Tanto era mi desconsuelo, que había perdido el miedo de lo que significaba estar con otros en ese lugar y hablar de Jesús como mí Señor.
El hombre, se acercó un poco más hacia donde yo estaba, y me dijo mujer; ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?... en mi desesperación no aguanté más y le dije; sí tu te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.
Sólo necesitaba su cuerpo. Una vez más. Una vez. Poder mirarlo, tocarlo, contemplarlo…decirme… está muerto…De pronto el hombre a mis espaldas… suavemente, como aquella vez en esa casa, hace tantos años, dijo… ¡María! Tan suavemente, que casi podía estar en aquel momento. Mi corazón se aceleró, esta diciendo mi nombre, de pronto, nuevamente de sus labios, en medio de mi cuerpo agitado, volvió a pronunciar ¡María! Me volví hacía él…. Mi corazón no lo podía creer… y yo aun sentada a sus pies, le dije Raboni, Maestro mío.
Me paré tan rápido como pude, quería abrazarlo, besarlo, gritar de alegría. ¡Jesús, cómo es posible!, el sol que ya había comenzado a salir lanzó los primeros rayos, la oscuridad en la que estábamos se transformó en luz, al querer tomarlo Jesús me dijo que no. Que debía aun subir al Padre, me dijo que fuera donde nuestros hermanos y hermanas y les anunciara todo esto.
Mi corazón, no podía más de esta alegría. Mi cuerpo y mis entrañas vibraban de gozo, el maestro estaba vivo. La muerte no había tenido la última palabra. Corrí, corrí como si me llevara el viento, volvía por esas calles, y ahora todo era distinto… abrí la puerta… ¡y les grite! ¡Jesús, Jesús está vivo!
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